El hombre pregunta a las estrellas si el Universo es eterno e infinito y el cielo le responde cada noche. Hasta hace pocas décadas hemos ignorado, sin embargo, esa revelación que nos ofrece el firmamento diariamente, tal vez porque de forma involuntaria la humanidad ha preferido eludir las pruebas que le aporta la observación de los cielos acerca de su lugar en el Cosmos. En el debate cosmológico actual encontramos conceptos complejos y relativamente nuevos como los de los agujeros negros, los cuásares y la materia oscura (tema que se aborda en el capítulo XV y no debe confundirse con el de la oscuridad del cielo que se analiza aquí), pero el camino para entender algunas claves fundamentales del Universo no pasa de forma necesaria por ellos, sino que puede encontrarse cualquier noche al contemplar las estrellas.
La ciencia ha tardado más de la cuenta en desterrar la idea de un universo inmutable. La evidencia de que no somos parte de la eternidad se les pasó por alto a genios tan grandes como Newton a pesar de que la tenían ante sus propios ojos. A veces, algo tan práctico como observar la naturaleza resulta mucho más eficaz que las teorías revolucionarias, y a la hora de encontrar una explicación a los dilemas universales, algunos profanos supieron hacerlo mejor que las principales autoridades científicas.
Ése es el caso de Edgar Allan Poe, quien en 1847 supo deducir acertadamente las causas por las cuales el cielo nocturno es oscuro. Aunque preguntarse sobre la oscuridad del firmamento puede parecerle una obviedad a mucha gente, en realidad ésta es una de las grandes cuestiones debatidas por la ciencia en los últimos tres siglos, y sólo hace unas cuantas décadas que obtuvimos respuestas.
El enigma, al que se denomina Paradoja de Olbers, en honor al científico alemán Heinrich Olbers, se resume en la contradicción entre la oscuridad del cielo y un universo infinito. Si realmente, como la ciencia admitía antes, el Universo fuera así, el cielo debería permanecer totalmente iluminado, y si mirásemos en cualquier dirección, poblado de estrellas. En cambio, como puede observarse cualquier madrugada, el firmamento es negro en los espacios que separan las estrellas visibles.
Heinrich Olbers.
Olbers analizó la cuestión en 1823 con el mayor énfasis, aunque no fue en absoluto el primero en estudiarla, ni tampoco logró descifrar el enigma. Antes que él y que Edgar Allan Poe, varios astrónomos se preguntaron por este misterio, entre ellos Johannes Kepler y Edmund Halley, descubridor del famoso cometa que fue bautizado con su nombre. Kepler, autor de las leyes fundamentales sobre los movimientos planetarios, llegó a suponer que el fenómeno obedecía a que el Universo era finito e imaginó que estaba rodeado, más allá de las estrellas, por un muro oscuro.
Sin embargo, formalmente se considera que Jean Philippe Loys de Chesaux fue el primero en plantear la paradoja de forma correcta y exhaustiva, aunque no en resolverla, en el año 1744. Descubridor de varios cometas y jovencísimo astrónomo pionero en Suiza, su país natal, De Chesaux esbozó durante el siglo XVIII sus teorías sobre la oscuridad celeste en un libro con sus observaciones astronómicas que publicó siete años antes de su muerte, ocurrida en 1751 cuando sólo contaba 33 años. Para él, el Universo era infinito y estaba lleno de estrellas, pero sólo recibíamos la luz de una parte de ellas porque la energía de las más distantes se diluía en el espacio.
Jean Philippe Loys de Chesaux.
Casi un siglo después, Heinrich Olbers, oftalmólogo alemán y destacado astrónomo aficionado, abordó de lleno el problema. Había descubierto varios cometas, así como Pallas y Vesta —dos de los asteroides más grandes— en 1802 y 1807, respectivamente, lo que le granjeó una gran fama en una época en la que la búsqueda de asteroides se convirtió en una labor casi policial. En 1823 publicó sus conclusiones, que sintetizó en la teoría de que la materia interestelar, como las nebulosas de polvo y gas, impedía la visión de las estrellas al absorber su energía. Sin embargo, como De Chesaux, Olbers creía en un universo sin límites.
La paradoja no recibió el nombre de Olbers hasta el siglo XX, cuando en los años 50 la bautizó así el cosmólogo Hermann Bondi, británico de origen austríaco y coautor, junto a Fred Hoyle y Thomas Gold, de la Teoría del Estado Estacionario, un modelo cosmológico rival de la Teoría del Big Bang que, a diferencia de ésta, postula un universo igual en cada lugar e instante y en el que la materia nace continuamente. Bondi, tras asentar la denominación del enigma como Paradoja de Olbers, le aportó sus propias teorías, basadas en la debilitación de la luz de las estrellas más lejanas como consecuencia del desplazamiento espectral hacia el rojo para explicar la oscuridad del cielo.
Pero antes de ello ningún científico había sabido sintetizar las claves del enigma como lo hizo Edgar Allan Poe en 1847. Su propia fama como escritor de ficción eclipsó sus contribuciones astronómicas, que permiten hablar de él como un visionario del siglo XIX. Muchas de sus ideas, aunque no eran sino reflexiones personales de un gran erudito, se confirmaron científicamente en su esencia con el paso de las décadas, y si Poe hubiese sido astrónomo profesional, la ciencia le habría reconocido el prestigio que merecía por lo avanzado de su pensamiento.
Edgar Allan Poe.
Edgar Allan Poe plasmó sus conocimientos astronómicos en un ensayo titulado Eureka, en el que con una gran clarividencia se atrevió a afirmar sin temor, en pleno siglo XIX, que la explicación de la oscuridad del cielo nocturno se debía a que el Universo no es infinito. Eureka está repleto de pasajes revolucionarios para la astronomía del siglo XIX, pero estas contribuciones del famoso escritor han pasado prácticamente desapercibidas, en parte porque Poe destacó de forma extraordinaria por las narraciones de sus otros libros y en parte, también, porque los libros de astronomía, salvo contadas excepciones, no han hecho referencias sobre él.
Afirma Edgar Allan Poe que «la única manera de comprender los vacíos que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones sería suponiendo tan inmensa la distancia entre el fondo invisible y nosotros, que ningún rayo de éste hubiera podido alcanzarnos todavía». Apasionado por la astronomía y el Cosmos, el escritor estaba convencido de que el Universo es finito, pero lo importante es que supo entender claramente la relación entre las distancias cósmicas y el tiempo necesario para que la luz de los astros llegue hasta nosotros. La cita escogida para este inicio de capítulo no tiene desperdicio, sobre todo si se tiene en cuenta que fue escrita por Poe a mediados del siglo XIX:
«No hay falacia astronómica más insostenible, y ninguna ha sido apoyada con más pertinacia, que la de la absoluta ilimitación del universo astral. Las razones que sustentan la limitación me parecen a priori irrefutables; pero, para no hablar más de éstas, la observación nos asegura que hay en numerosas direcciones a nuestro alrededor, si no en todas, un límite positivo, o por lo menos no tenemos base alguna para pensar de otra manera. Si la sucesión de estrellas fuera infinita, el fondo del cielo nos presentaría una luminosidad uniforme, como la desplegada por la galaxia, pues no podría haber en todo ese fondo ningún punto en el cual no existiera una estrella».
Una visión excesivamente sintética de las reflexiones del famoso narrador permitiría pensar que sólo se trataba de las imaginaciones de un profano, pero Eureka está lleno de teorías que concuerdan mucho más con la cosmología actual que con las creencias universales vigentes en el siglo XIX. Así, uno de los pasajes más impresionantes del ensayo es el que Poe utiliza para hablar de la Vía Láctea y las «mal llamadas nebulosas», en referencia a las demás galaxias observables por los telescopios. Aunque Immanuel Kant ya había postulado en 1755 que las demás nebulosas eran «universos-islas», faltaba casi un siglo para que las observaciones de Edwin Powell Hubble permitieran demostrar, de forma definitiva, la existencia de un universo en expansión repleto de galaxias más allá de la Vía Láctea.
El universo en expansión de Hubble, que dio lugar más tarde a la teoría del Big Bang y asentó la construcción del modelo cosmológico mayoritariamente aceptado en la actualidad, sirvió también para aclarar el enigma de la oscuridad del cielo con el paso de las décadas. El Big Bang y las pruebas de que el Universo se expande en todas direcciones revelan que tuvo un principio y dan respuesta a la Paradoja de Olbers.
Lo que nosotros vemos al mirar el firmamento nocturno es el pasado del Universo, reciente en unas zonas y remoto en otras: la luz de la Luna, a casi 300 000 kilómetros por segundo, tarda más de un segundo en llegar a la Tierra; la del Sol, unos ocho minutos; la de Alfa Centauri, el sistema estelar más próximo, 4,3 años; la de la galaxia de Andrómeda, 2,5 millones de años, y la de las galaxias más lejanas que se conocen, más de 13 000 millones de años. Por tanto, el hombre observa los astros como eran en el momento en que la luz partió de ellos, y así, podemos considerar actual la imagen de astros tan cercanos como el Sol, la Luna y los planetas, pero no la de las estrellas y galaxias más distantes.
Las claves de Hubble constituyen la mejor respuesta a la Paradoja de Olbers: vemos oscuro y medio vacío el firmamento porque hubo un principio cósmico, y aun en el supuesto de que existiesen las estrellas y galaxias necesarias para llenarlo, no ha habido tiempo suficiente para que la luz llegue hasta nosotros. En esos negros huecos interestelares que observamos cada noche pueden haberse formado galaxias y estrellas en un tiempo más reciente, pero no las vemos porque la luz, a 300 000 kilómetros por segundo, necesita miles o millones de años para recorrer la distancia. No sabemos qué ha ocurrido allí porque la luz aún no ha recorrido el camino hasta nosotros.