Esto no puede ser real

Como hoy es Halloween, os propongo una historieta de miedo para que dejéis esos pañales cagaitos. Atreveos a leerla si sois lo bastante valientes como para resistirlo…

Esto no puede ser real

Álvaro, un joven en una ciudad nueva, tras ir al cine a ver una película de terror, descubre que a veces lo que se ve en la pantalla puede llegar a suceder…

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Álvaro González jamás había sentido tanto miedo. Siempre le habían gustado las películas de terror, pero nunca había llegado a sentir miedo con ninguna, y menos con una de vampiros. En el cine de la pequeña ciudad donde recientemente se había instalado para trabajar en una fábrica, emitían un ciclo de películas de terror que habían bautizado como “Ensalada de maníacos”, y esa noche proyectaban un filme titulado “Los colmillos del vampiro”. Álvaro no conocía la película, pero tratándose de los chupasangre, pensaba que no se llevaría demasiados sobresaltos.

Se equivocaba. El realismo de la película le impresionó. Estaba filmada con un ángulo que daba a la cinta un aspecto truculento. El argumento no tenía ni pies ni cabeza. Lo único que aparecía en la película era una calle oscura. A la entrada del callejón había un Escarabajo amarillo aparcado junto a una farola parpadeante. Por el callejón se internaba alguien, normalmente joven, y la cámara le seguía a cierta distancia. De algún modo, daba la impresión de ser una cámara oculta y los actores simples personas que pasaban por allí.

Antes de entrar en el callejón, las futuras víctimas se encontraban con un perro de aguas de aspecto hambriento y que parecía estar bastante loco. Parecía que trataba de persuadir a la gente para que no entrase en la callejuela. Al final de la calle, las víctimas eran atacadas por un vampiro de aspecto clásico que bajaba de las escaleras de incendios. Llevaba un traje similar al Drácula de las películas antiguas, y en general era parecido a él. Aunque el rostro del vampiro era la cara de un hombre corriente y algo atractivo, provocaba una cierta sensación de inquietud, sobre todo sus ojos.

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Álvaro salió del cine, aliviado por el final de la película, y caminó hacia su casa. Entonces detuvo su paso y se dio cuenta de algo a lo que antes no le había dado importancia. De la escasa gente que había acudido a ver el filme, nadie había mostrado signos ni actitudes de miedo. No se oían las típicas exclamaciones de las chicas que fingen asustarse para coquetear con su novio. Tampoco nadie había hablado. Simplemente se habían quedado ahí, viendo la película con la mirada perdida en la pantalla.

Álvaro le quitó importancia al asunto y siguió caminando. No tenía sentido preocuparse por cosas de esa naturaleza. Si no, no podría dormir bien y tenía problemas más importantes que atender. Como el trabajo, por ejemplo. Ya había recibido amenazas de despido por parte del capullo de su jefe. “A ver si piensa que soy una máquina”, pensó, “Ese tío es un gilipollas y un cabrón.”

Era una noche extraña. Las calles estaban vacías, y el cielo negro bañado por una luna amarillenta, casi rojiza, parecía irreal. Debía ser por el cansancio, pero las pocas personas que veía le parecían borrosas, como si únicamente fueran sombras. De repente, Álvaro frenó en seco, desconcertado. Justo cuando se iba a internar en la calle que tenía que cruzar para ir a su casa, Álvaro vio un perro. Inmediatamente pensó en el perro que aparecía en la película, pero descartó en seguida esa posibilidad.

Ni siquiera eran de la misma raza (él tenía delante un pastor alemán), pero sí que parecía tan loco como el otro. A diferencia de la escasa gente que encontraba, al cánido lo vio claramente. Casi parecía destacar en la oscuridad de la noche. El animal miró sin interés al chico y pronto giró la cabeza, más interesado en el cubo de basura abierto de la esquina que en él.

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Álvaro respiró un poco más tranquilo y se internó en el callejón. Un pensamiento cruzó como un rayo su cabeza. Estaba seguro de que iba a encontrarse con una farola y un Escarabajo amarillo aparcado junto a ella. La farola sí estaba, y también había un coche aparcado, pero ni era un Escarabajo ni era amarillo. Era un viejo Opel Corsa blanco, lleno de abolladuras y con la matrícula torcida. Álvaro suspiró aliviado, pero todavía sentía algo de inquietud. No podía evitar fijarse en que aquella calle era muy parecida a la que aparecía en “Los colmillos del vampiro”.

– Es sólo una película –susurró para sus adentros, con la clara intención de tranquilizarse.- No era real, aunque lo pareciese. Fíjate, eso es un Opel Corsa, y en la película salía un Escarabajo. ¡Y el perro! ¡Por favor…! El que vi era un pastor alemán, y el de la película era un perro de aguas.

De repente, un fuerte estruendo metálico interrumpió a Álvaro y casi lo hizo gritar. El chico giró la cabeza hacia la fuente del ruido y vio que un gato había logrado tirar al suelo la tapa de un cubo de basura y estaba hurgando en el interior. Álvaro respiró tranquilo, pero su corazón seguía bombeando a mil por hora. Entonces, se dio cuenta de su situación y se echó a reír, medio avergonzado medio divertido con su actuación. Se puso de nuevo a caminar, olvidándose del asunto y apurando el paso.

Fue cuando se le ocurrió mirar hacia arriba cuando sintió que todo se alejaba de la realidad. Por un momento, creyó que se estaba volviendo loco. Las escaleras de la salida de incendios del edificio que tenía a su derecha estaban bajadas, pero, ¿desde cuándo había salida de incendios en aquella calle? Álvaro no lo recordaba…

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-¡Esto no puede ser real! –Gritó a la noche-. ¡No puede estar ocurriendo! Pero, ¿qué ocurre aquí?

Álvaro dio dos pasos atrás, se llevó las manos a la cabeza y se puso de cuclillas para recobrar el aliento. “Respira profundo, tranquilo”, pensó, “. Hace apenas dos meses que vives aquí, seguro que no te has fijado en las escaleras de incendios. Sí, eso es”. Álvaro se volvió a levantar y dio unos pasos lentos, algo más tranquilo, aunque en el fondo sabía que no eran más que palabras tranquilizadoras. Sabía perfectamente que allí no tenían que haber escaleras de incendios.

De repente, un estremecedor pensamiento le atravesó el cerebro. En la película que había ido a ver, sí había escaleras de incendios. Miró un momento más al edificio y continuó caminando. Ya había recorrido más de la mitad del callejón. Sólo tenía que andar otro tanto y llegaría a la calle principal. Entonces, se le pasarían todos los temores.

Los pasos producían un ruido extraño, hueco, como si hubiera amplificadores en el suelo. Se levantó un fuerte viento que producía un chillido fantasmal, lo que contribuyó al malestar general de Álvaro. Nunca había sentido tan largo aquel oscuro callejón. Por alguna extraña razón, las farolas emitían muy poca luz, produciendo una oscuridad más intensa de la habitual.

Con paso firme, Álvaro caminó hacia la salida del callejón, pero paró en seco. Allí no había salida, únicamente una pared agrietada y gris, tan alta como los edificios circundantes. El chico no se podía creer lo que le estaba sucediendo, era ridículo.

– ¡Esto no puede ser real! –Susurró para sí- ¡Aquí tenía que haber una salida! ¿Qué coño está ocurriendo aquí?

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“Venga, tranquilo”, pensó, “Seguro que te has equivocado de calle. Vuelve para atrás y sigue el camino correcto”. Respiró tranquilo y se volvió. Ésa era la única razón lógica. Ahora le veía sentido a todo. Por eso mismo estaban esas escaleras de incendios. Sin embargo, cuando se dispuso a irse, sintió algo.

Álvaro tuvo la extraña sensación de que le observaban. Sentía una presencia que le acosaba desde las sombras de la noche. Con el corazón en un puño, empezó a andar lentamente hasta la entrada del callejón. Sin dejar de mirar a las escaleras de incendios, Álvaro avanzó a lo largo de la acera. Estaba seguro de que allí no había ningún vampiro, pero no le apetecía lo más mínimo encontrarse con un desconocido en aquella calle, y menos de noche. Un ruido en lo alto del edificio le hizo mirar hacia arriba. Una negra silueta andaba por el tejado, al mismo paso que Álvaro. El chico aumentó el ritmo de avance, y la silueta hizo lo mismo. Si aguantaba hasta salir del callejón, estaría más tranquilo. Pero la ilusión de escapar se convirtió en nada.

Ya no existía la entrada de la calle. En su lugar, había otra pared gris, idéntica a la que había encontrado antes. Álvaro dio dos pasos atrás, sin ser capaz de reaccionar. “Esto no puede estar sucediendo,” pensó, “No tiene sentido, ¿qué coño ocurre?”. El chico se volvió, para toparse con otra pared un poco más allá. Había quedado encerrado allí, con aquel demente en el tejado. Vigilándole. Estudiándole.

La silueta del tejado bajó de un salto hasta la escalera de incendios más alta, haciendo más visibles sus rasgos. Vestía de negro, con una especie de capa y un traje oscuro, según le parecía al chico. El pelo era negro como la noche, pero su cara no era todavía reconocible. Con calma, el hombre empezó a bajar por las escaleras, primero un pie, luego el otro, lentamente, muy lentamente. Álvaro perdió totalmente el control y se arrojó contra una de las paredes, golpeándola con los puños hasta que le empezaron a sangrar.

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Vio una puerta y la aporreó con vehemencia para que la abriera quienquiera que viviese allí, pero parecía no haber nadie en casa. Intentó derribarla a patadas, pero tampoco parecía dispuesta a ceder. Miró hacia arriba y vio que el hombre había bajado más de la mitad de las escaleras. Ahora podía verle mejor la cara, y la reconoció de inmediato. Era la cara del vampiro de la película que había visto en el cine. Álvaro se quedó estupefacto, sin ser capaz de mover un solo músculo del cuerpo. Esas cosas sólo pasaban en las películas y en los libros malos de terror.

Cuando el vampiro llegó al final de las escaleras, saltó directamente al suelo. En su caída libre, desplegó su capa y miró con cruel gozo a Álvaro. Aterrizó de pie, sin apenas agachar las rodillas, y se cubrió el cuerpo con la capa. Sonrió al chico con lascivia y abrió lentamente su boca. Mientras lo hacía, salieron a relucir dos colmillos largos como cuchillas, ambos empapados en sangre, sangre seguramente de una víctima anterior.

Lentamente se acercó a Álvaro, alargando los brazos para cogerle por el cuello y echarle la cabeza hacia atrás e hincarle el diente. Álvaro se quedó donde estaba, sabiendo que era inútil resistirse. Y acaso, ¿sería tan malo? Se convertiría en un vampiro, una criatura de la noche. Éste era el último consuelo que le quedaba a Álvaro antes de que el vampiro le agarrase, le mordiese la yugular y se hiciese la oscuridad.

Álvaro despertó en medio de una oscuridad impenetrable. Se sentía desorientado y confuso, y al principio pensó que ya era un vampiro, que aquel monstruo lo había transformado. Poco a poco, su mente se fue aclarando y la imagen del vampiro se fue diluyendo. Entonces, lo comprendió todo. No había sido más que una pesadilla, terrible, realista, pero una simple pesadilla. Ni siquiera había ido a ver una película de vampiros el día anterior. Habían proyectado una estúpida película titulada “Bajo tierra”, sobre un caso de entierro prematuro. Álvaro se echó a reír, en parte por el alivio que sentía, y decidió que era momento de levantarse.

Cuando el chico movió el cuerpo hacia arriba, se golpeó la cabeza contra una superficie puesta encima de él, a modo de tapa. Álvaro arqueó las cejas, confuso, y trató de moverse hacia los lados, pero había sendas paredes que le bloqueaban el cuerpo. Por alguna razón estaba encerrado dentro de algo que le recordó a una caja, o a un…

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Una voz profunda, pero humana, le sacó de sus pensamientos y lo trajo a la realidad. La voz sonaba grave, imperativa, pero a la vez amable. Sonaba como la voz de un sacerdote. Álvaro contuvo el aliento y se dispuso a escuchar, pero una parte de él sabía lo que ocurría.

-Estamos aquí reunidos para dar sepultura al joven Álvaro González Santos –decía la voz-, muerto en el día de ayer a causa de una caída. Roguemos por la salvación de su alma…

“Esto no puede ser real”, pensó Álvaro.

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