La humanidad ha podido pensar en términos de «generación» desde que el ser humano fue consciente de que todos los organismos se reproducen. En sentido estricto, cualquier persona, planta o animal no humano es el producto de la generación anterior (progenitores) y, a su vez, tiene el potencial de dar lugar a la generación siguiente (descendencia). (Para nuestros propósitos, nos olvidaremos de la desdichada mula.)
Es muy probable que todos los que nos hemos criado en la tradición judeocristiana hayamos conocido el concepto formal de generación en la misma Biblia, a través de los interminables listados genealógicos. Y, por supuesto, todo niño que va más allá de la familia nuclear encuentra a personas de generaciones anteriores (tíos, tías, abuelos, el alejadísimo tatarabuelo) además de a miembros de su propia generación (primos de diversos grados de cercanía). Dado el alcance tradicional de las generaciones, Howard bien podría ser el padre de Katie y el abuelo de Molly.
Si tenemos en cuenta la concepción, los calendarios y la conciencia, ¿cómo puede definirse una generación y cuánto tiempo abarca? Al parecer, la definición de generación en la era clásica y en los tiempos bíblicos era bastante sencilla: una generación abarcaba el tiempo transcurrido desde el nacimiento hasta el momento en que se tienen hijos, momento en el que se activaba el temporizador generacional de la propia descendencia hasta que ellos también tenían hijos (o más técnicamente, el tiempo transcurrido desde el nacimiento de una mujer hasta el nacimiento de su primer hijo).
Hay que tener en cuenta que la esperanza de vida en aquella época era mucho más reducida (si excluimos a Matusalén, el patriarca bíblico que alcanzó la impresionante edad de 969 años) y que la edad adulta se alcanzaba poco después del inicio de la pubertad. (Hay expertos que sugieren que, al igual que la esperanza de vida media, la duración de las generaciones familiares se ha duplicado a lo largo de la historia registrada, desde los 14 o los 15 años a los 28 o 30.)
También hay que señalar que, si se hicieron caracterizaciones informales de ciertas generaciones (como la generación que participó en la Primera Cruzada en Tierra Santa o la generación que vivía cuando se descubrieron las Américas), estos descriptores serían menos conocidos y, ciertamente, menos divulgados en una era como aquella, anterior a los medios de comunicación masivos.
El modo en que se describen las etapas de la vida tiene mucho que ver con la definición de generación. Ya en la Grecia de Homero, cuando se planteó por primera vez el enigma de la esfinge, se diferenciaba claramente entre el niño pequeño (cuatro patas), el adulto maduro (dos patas) y el anciano (tres patas), aunque el anciano quizá tenía 40 o 50 años y no los bíblicos 70 años. Shakespeare hizo una descripción memorable de las siete etapas del hombre.
Es imposible saber a qué edades cronológicas concretas se refería el Bardo o cuánto duraba cada etapa. Sin embargo, podemos asumir que la juventud llegaba después de la infancia y de la escolaridad, y antes de las tres últimas etapas de la vida: justicia, edad avanzada y segunda infancia. Más concretamente, y si usamos los descriptores preferidos de Shakespeare, podemos hablar de amantes (como Romeo y Julieta) y de soldados (como las versiones teatrales de Enrique V o Ricardo III).
A modo de inciso, debemos señalar la tendencia de los mayores a criticar a las generaciones más jóvenes. Esta tendencia se remonta, como mínimo, a los tiempos del comediógrafo romano Plauto, quien se quejaba de que «los modales siempre están en declive». Mucho más recientemente, el poeta y dramaturgo T. S. Eliot sostenía lo siguiente: «Podemos afirmar con cierta seguridad que vivimos en una era decadente. El nivel cultural es muy inferior al de hace cincuenta años, y este declive es evidente en todas las facetas de la actividad humana».
Por suerte, en el caso de nuestro estudio, los juicios severos a los que pueda sentirse inclinado Howard el Viejo se verán compensados por la visión más optimista de Katie la Joven y Molly la Menor.
Hasta aquí hemos tratado de las generaciones biológicas, o genealógicas. Pero cuando los historiadores, los sociólogos y los críticos literarios entraron en escena, apareció otro concepto de generación. Las generaciones pasaron a asociarse no solo con el nacimiento o con las personas con quienes se compartía el hogar, sino también con las experiencias que se compartían con los iguales.
Afirmamos que las tecnologías digitales han dotado de un significado nuevo al concepto de generación: un significado cuyas implicaciones pueden abarcar tanto la duración de la generación como el modo en que se ve afectada su conciencia. Para ser concretos, la aparición de la tecnología digital en general (y de las aplicaciones en particular) ha dado lugar a una generación única: forjada por la tecnología, con una conciencia fundamentalmente distinta a la de sus predecesores y, solo quizá, predecesora de una serie de generaciones aún más cortas y definidas por la tecnología.
En La educación sentimental, novela sobre la Francia de mediados del siglo XIX, Flaubert evoca la sensación de experiencia común que tienen los miembros de una misma generación. Aparentemente, la novela trata de los deseos, las aspiraciones y los temores del protagonista, Frédéric Moreau, durante su búsqueda de carrera profesional, amistades, romanticismo, amor, seguridad económica y una posición reconocida entre la sociedad parisina.
Gran parte de la novela describe a Frédéric con respecto a los varones de su generación, que también buscan un sentido o un lugar en la vida, además de momentos placenteros dedicados a los juegos de azar, las conversaciones nocturnas y relaciones amorosas. Hablan de prácticamente todo lo imaginable (arte, música, literatura, filosofía, religión, economía, política…), desde el comunismo y el socialismo a los regímenes monárquicos. (Como referencia para el futuro: nótese la importancia de la conversación. En los círculos parisinos, era el equivalente cognitivo a respirar.)
Llegamos a conocer sus aspiraciones a medida que se acercan a la edad adulta, así como sus decepciones y lamentos cuando llegan a la mediana edad. Flaubert quería emprender una empresa mucho mayor: «Quiero escribir la historia moral de los hombres de mi generación o, para ser más exacto, la historia de sus emociones. Es un libro sobre el amor y la pasión; pero una pasión como la que existe en la actualidad, es decir, inactiva».
Es muy posible que Flaubert fuera el pionero de la evocación literaria de una generación. También lo fue el coloso literario alemán Johann Wolfgang von Goethe, por su dramático tratamiento del Sturm und Drang (Tormenta e ímpetu). Sin embargo, a principios del siglo XX ya era habitual describir a la juventud no con relación a sus padres ni a su fecha de nacimiento, sino con relación a sus experiencias comunes.
Tras muchos años de paz relativa para quienes no formaban parte de ejércitos profesionales, el estallido de la Primera Guerra Mundial en Europa dio lugar a la «generación de 1914», de la que millones de integrantes murieron en las trincheras o quedaron marcados irremisiblemente, bien por sus experiencias en la batalla, o bien (cosa mucho menos frecuente) por haber evitado el combate.
Solo unos años después, la escritora estadounidense Gertrude Stein realizaría aquella conocida declaración suya cuando observó a otros expatriados de su país en el París de la posguerra: «Todos los que habéis servido en la guerra […] sois una generación perdida».
Llegada la Gran Depresión de la década de 1930, la pertenencia a una generación ya no se concebía como una cuestión demográfica o geográfica. Personas que habían nacido en el seno de familias acomodadas o que, como mínimo, tenían empleo, tuvieron que enfrentarse a la realidad de que ni la vivienda ni el trabajo, y en ocasiones ni siquiera la comida, estaban garantizados. La población general no se recuperó de verdad hasta una década después, y esta recuperación fue claramente estimulada por la movilización para la segunda gran guerra del siglo. La unidad nacional impulsada por la lucha contra el fascismo llevó, en retrospectiva, a la calificación de «la Gran Generación».
Una de las consecuencias de la aparición de los medios de comunicación masivos fue la proliferación de caracterizaciones generacionales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. La década de 1950 conoció la Generación Silenciosa y la Generación Beat; la década de 1960 dio lugar a los hippies, a los hijos del Flower Power, a los jóvenes radicales, y al escueto calificativo de «la Generación de los Sesenta», y así hasta nuestros tiempos, pasando por los apelativos quizá deliberadamente nada reveladores de Generaciones X, Y y Z de las últimas décadas.
De hecho, las cuestiones de calendario acabaron suponiendo una presión significativa para que cada década contara con una juventud característica: desde la juventud silenciosa de la década de 1950 a la juventud revolucionaria de la de 1960 o la juventud conservadora de la década de 1970.